Someone Purer

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Mantener el cuerpo de las generaciones anteriores con la mente del 10% del resto de la población mundial es nacer orgulloso y con el único mérito de saber morir. Y que aplaudir tu suerte es aplaudir el genocidio de las mentes de las generaciones posteriores, con la resistencia a la enfermedad y los museos llenos de vidas que pudieron, en marcos separados pero en categorías exactas. No es restar ni resistir ni malgastar, es fagocitar la pena en un cuerpo inmenso que siempre mira al este, bajo un cielo que siempre está medio caído, con unas coordenadas que solo tienen sentido en un momento preciso. Tú te adhieres a esta piel extraña y la parte que no quieres sacrificar te hace bola, y tu cabeza son flores pero en tu garganta no hay primavera, y tu columna es una cadena que solo pide momento preciso pero no sabe leer mapas, y al final todo lo que arrastras es todo lo que te lleva. No es sentimiento animal, solo pasos agigantados por encima de nuestra condición mortal. Es no saber si el presente no es tan malo o si el pasado no era tan bueno.

Yo mantengo mi espina pura y sé lo único que puedo conocer. Y cuando no sé exactamente lo que ocurre en mi vida me corto el pelo y doy la vida por los idus de marzo, solo para después darme cuenta de lo simple que es todo. Y si me dan a elegir siempre salgo, y si no siempre me pierdo. Unos corren para llegar y otros corren para salir, con la habilidad de estar siempre mirándose a los pies y a la vez solo sus espaldas. La diferencia entre huir y encontrarse. Yo, cuanto más cerca de los focos más rápido me parece que corro. Es el truco de la luz, temblando en el círculo son dos corazones. Más de medio cielo caído, los porcentajes son farolas mandando mensajes morse a toda la ciudad. Babilonia sin jardines, cercando deseos sin patria a las puertas de palacio, emperatriz de sábanas blancas y flores en la escollera. Hoy odio la costa en la que duermes porque me recuerda a los inviernos más calientes. Odio los extramuros falsos como los ríos entre las grietas. Antes la ciudad era más baja y las murallas más altas. No he sido yo, han sido los imperios, los deseos como maquinarias de guerra a favor de ningún dios. Hay quien tiene muchos principios y hay quien tiene demasiados finales.

Fotografía: Juan José González

Keepsake

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El camino hasta la primavera empieza desde las entrañas. El único momento en el que la bestia es menos ciudad y el invierno es menos otoño. Escuchaba esa canción como si ya supiese los pasos de baile. Casi los sentía doler en sus pies sin tocar aún el frío suelo de loza. La inercia del tiempo vuelto del revés, mirado en el espejo, los traía tatuados sobre las líneas de la carretera, sin clave de sol ni luna que retenga aniversarios de la última vez que estuvo llena a la vez que satisfecha. La cantaba como si alguna vez no la fuese a sufrir. Dejame hablar de los pasos de baile. Pronto los aprendería, la inspiración no acaba nunca. Los que daría el vértigo de las noches encendidas, el autobús de vuelta sin siquiera amanecer. El anillo de casada sobre las teclas del piano. El humo azul contra las calles anaranjadas, la puerta trasera como conversación de paz promovida por la belleza étnica del barrio obrero. Destinada a mujer del año en las cantatas del siguiente cantautor idealizado del nuevo mundo. Y los bares nunca cierran. Y el verano nunca acaba. Gotea como el hierro fundido desde los aires acondicionados. Y el barrio huele a primavera y aquí nadie te espera.

Ahora. El aire ya huele. Ambiente es cuando se le llama perfume. Pinta retratos en las cornisas. Banderas en las azoteas, cántame que ya bajamos la cuesta y los días no tienen final. Vuelvo en taxi desde el centro de la tierra (si me permites la referencia). Los días son más largos y las ojeras más cortas. El camino a la primavera empieza desde las entrañas. Todas las verdades están dichas cuando ya nada duele. Las historias se cuentan de principio a final, sin importar lo que tarden. Y en todo el camino, sobre todo el derecho a dudar. Porque sé como acabará pero va a cambiar mucho hasta que no lo haga de verdad. Tu inspiración ha condenado a poetas. Tu voz ha desangrado océanos en las barreras de coral y al final solo le ha bastado el sudor de ciudad. Se ha encontrado desafinando en un lejano idioma salvaje, tornándose flor en el otoño más invierno de todos. No me sirve. Yo solía ignorar los sentimientos, dejaba que se encargara el tiempo, dejaba un rastro de hojas secas y cuando llegaba al borde hacía el camino de vuelta. Pero de qué es el camino de vuelta, sino de la piel que te eriza. Me quedo en la escollera a beberme océanos de tus rimas, esperando que la primavera sea limpia y no empiece de mis entrañas si no de las tuyas.

Fotografía: Cristina González

 

 

Quiet Americans

 

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La estrecha mira del cañón no dejaba ver las riñas de vecinos sobre la cerámica vidriada del portal en llamas. Unos furgones llegaron entre la niebla, a través de bosques infartados de asfalto y cemento enfriado al sol, y la silla vacía junto a la ventana no sospechó del gasto de la soledad, ni de la experiencia de la ausencia, ni del desvelo anacrónico, se precipitó por una rendija en la pared de la comisaría. De espaldas en una espiral, la ceguera empañaba el deseo, y los gritos de la ciudad baja no encontraron respuesta en los sellos estampados sobre la piel de serpiente. Los zapatos manchados de barro inocente crujían al coger aire en la marcha, y al estampar una mentira en la nostálgica astilla del constructivo alarde de la vida insomne, se sembraron una vez más los silencios de pago adelantado, las verdades que abrían la boca con sentimientos de familiaridad, atadas a las cunas, colgando de los tresillos, soltando un leve tintineo en el viento prófugo de las noches demasiado tempranas.

Sí, me he desgañitado callando a la noche, y a la sangre hervir del día no ha llegado por protestar de dolores del vientre y pecados de pieles sin heridas. Le hemos arrancado una sonrisa al destino, nos quiere bailando en su circo. He blandido un papel de fumar de excusa legal, me has sepultado de inmundicia renegando redención, supliendo cada baja, llorando la muerte del viento. Conversamos, pero yo nunca abrí la boca. Escuchabas, pero nunca cerré los ojos peor, arrastrado por hojalatas serviciales que se venden al mejor postor. Te he recordado y he querido escribir con la pulcritud de la saña, con la venganza de la memoria, con el retroceso del disparo que un día de verano, volando entre cortinas de satén, encontró tu pecho, y ajado en la penumbra de la sangre soleada, del mal bien hecho, me descubrió que el corazón sufre menos cuando está al descubierto.

Fotografía: Lorena Díaz Lucenilla

Chelsea Hotel No.2

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¿Dónde encuentro la inspiración que me lleva hasta ti? Ruido de cerrojos en el portal centenario, se han cerrado las ventanas por un tiempo. La escoba que barre las polvorientas lozas revelan el huracán desazonado del límite, el invierno de moradas en las colinas, de hoja acariciante de la piedra antigua del templo. ¿De qué está hecho tu sendero, que no puedes parar en el hogar?

Sé que estás ahí, te puedo oler. Nunca te llevaste tu perfume. En los recovecos aplasta el suelo y en las esquinas forma telarañas. Almacenes de alquiler, para qué quiero mi cabeza si no puedo hacer negocios con ella. Te vendo en mercados en Venecia. De aquí no salgo y puedo realmente olerlo, aceptar que no estás en el tiempo e intuir que me equivoco de pensamientos. Existir como un profano, como porcelana fina, desata las costumbres pero es necesario. Da igual oriente u occidente, que la cabeza no funcione, los versos que recorres a mí no me entretienen. ¿Dónde encuentro la inspiración para nunca salir de ella?

No puedo descansar la cabeza, descansar las palabras. Poner a secar los cuentos, los campos verdes, tenderte sobre ellos. No puedo decir, «mira qué frescos», y no solo imaginar que les sonríes. Vivir la cofradía sin decir nunca lo siento, no verte soltando borbotones de sinónimos de sendero… acariciar un estrépito y luego decir lo siento. Ausencia en el estío, invierno de calor cerrado, secretos perdidos en los rincones vacíos. ¿Qué cama te resguarda en el sendero, que se agrieta en el hogar?

Estamos hechos de inconsistencia, de sabiduría material, de tierra del camino, de piedra de la ladera. ¿Cuándo paro en el hogar si ya no tengo tiempo que dar ni palabras para aprender a serlo? Experiencia efímera, acaba tus empleos. En tu icono religioso, hazme soltar las palabras, haz que caiga este silencio. Desde aquí juro, puedo matar cada recuerdo, olvidarme del tiempo, de cada teoría y de cada práctica, para sin mundo ni cuerpo acabar existiendo simplemente en mí, y en lo que queda de ti.

Fotografía: Mari Avilés López

What Ever Happened?

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No puedo amar la vida que me das, solo la que te doy para que nunca me la devuelvas. Los tragos de mar sin deseos de tierra, las flores del invierno sin otoño que lo preceda.
Perdí mi miedo cuando los obstáculos liberaron todas las posibilidades, hendí mis ganas cuando mi estómago quedó lleno de pasados no pasados, sufrí mi sinceridad cuando los saxofones de Marilyn pasaron a hacer baladas depresivas y en la media vuelta gané tres o cuatro papeles que intento sincronizar con el horario de oficina. Nunca lo diré claro como quien suelta a los perros por la calle principal, solo si preguntas y gritas lo suficiente por encima de los ladridos. Mi oficina en mi casa, mi casa en mi oficina. La vida que empieza, la muerte que termina. Todos estos huecos sin rellenar, todas estas casillas por verificar, estos intermitentes que nunca cambian a nada, que son colores para el aburrimiento.

Yo tomo otro camino sin saber si será un atajo. Solo hay que ensayarlo una vez más, sin pases especiales como el último éxito. Esa vez una noche en el extranjero me sirvió de trampolín. Las palabras suaves cuando cruzas la frontera sin aduanas. Todo empezó la noche en que acabé mirando las luces del puerto para siempre. Esperas en la puerta sin saber qué esperas, aseguras que retrasaste toda tu vida solo para tener recuerdos. Empezamos a hablar, ahora de verdad, y los músculos de la calle mienten. Tus pies se estremecen cuando las noches pasan impasibles, los andenes sin barcos se estancan en tu garganta como la locura de los desertores. Y es otra película, otra escena, otra ciudad, otra conclusión: si la pena no existiera la broma no serviría de nada. Todo nace de lo mismo, y a quien alivia está en el lado opuesto de quien inspira. No vive esta vida de diferencias de edad, solo te crea expectativas de injusticias que resuelves buscando el norte en la muerte del capitán. Y después, aquí estás otra vez, esperando en la puerta del bar, con los faros apuntando a la vida que darás. Los ojos guiñados de haber mirado tanto tiempo a la luz y la buena suerte de cruzarte con quien siempre ha visto oscuridad. Pero aun así cuando los semáforos en la avenida rechinen forzando el destino e ignorando las últimas ambulancias seguirás esperando, con tu mente en todas las fotos pero nunca enfocada, esperando en la puerta sin cigarros consumiéndose en bocas ajenas, esperando hasta entender que, aunque se pierdan tradiciones, el rey de la comedia nunca será nada más y nada menos que el rey del drama, y que esta vida que puedo vivir es la que sobra de la que nunca te devolveré.

Don’t Swallow The Cap

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Un día recibo la noticia. Estoy sentado en el sillón del salón. Está quemado en el posabrazos. El volumen de la televisión se arrastra por el suelo. La persiana ha dejado de ser. Porque no hay razón de ser cuando pierdes el destino. No hay persianas cuando pierdes los amaneceres, y ya ¿qué eres? Solo me tapas del calor de la noche ahora que no hay mañanas. Sin historia no hay futuro. Pienso en ir quemando todas las cartas.

Un día llega el general. Un huracán te ha llevado. Me ha dejado sin respiración porque te veo al otro lado del salón. Llevas los anillos bajo los guantes. Has construido una industria de estrellas. Las figuras de este mundo ruedan y ruedan hasta que nacen. Las tocas, como teclas de piano, y suenan todas a contratiempo, mirando a la cara noroeste, viendo la oportunidad en la nada, el vacío en el salto y la fe en la mortalidad del adiós.

Empiezo por el principio. Ando. Y si ando siempre llevo una mochila para convencerme de que voy a alguna parte. Como quien se gana vivir. Esta ciudad es demasiado grande para solo vivir sus calles. Los balcones me miran, tachando inconveniencias en las señales. Si no lo escribo ahora es para que reviente mañana. No necesito las horas, no necesito los segundos, ni los terceros. Alzo la vista y solo hay una línea. Así veo el cielo más cerca y las penas más relativas cuando brilla hasta morir.

Empiezo por el final. Miento. De forma categórica. De manera visceral. Creyendo todo lo que siento, sintiendo todo lo que poseo. Miento cuando quiero saber, cada vez que aprendo algo nuevo y cada que vez que voy a dormir. Tú no tienes la culpa de que mienta y sin embargo estás en mis mentiras. En el sueño todo es mentira, y en la realidad solo espero que la mentira sea solo sueño. Que las cuerdas se aten como se tienen que desatar. Puedo mentir hasta morir, pero si quieres que me quede de pie deja que los huracanes sigan su curso. Mantén mi cabeza fría, tú que no sientes calor.

Fotografía: Mari Avilés López

The Less I Know The Better

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Qué cuentan los profetas esta noche. Casi me resisto a oírlos esta vez si no buscara el puro entretenimiento de los salones llenos de humo. Casi no quiero verlos, sus cejas enarcadas y el gesto de incredulidad. “Por pura empatía”, dicen siempre. Pero siempre ante la media luna, ante las medias tintas. Antes las medias verdades, después lo que no vieron venir y ocultan con delicado sentimentalismo.

Qué cuentan los profetas esta noche. Los de cara bonita y palabra perfecta, la moral intacta y cuatro historias de ejemplo. Los que se paran gentilmente en la calle para hablar y siempre responden a su nombre de solteros. Aquellos de banderas sin colores, que sacrifican cualquier retazo para llamar a sus medallas cicatrices. Nunca los llamaron niños a filas, nunca ayudaron en un accidente al volver borrachos y enardecidos de la ciudad. Nunca escucharon las canciones que yo escuché y a pesar de eso saben que cada paso que doy es equivocado, que voy temblando como una cuerda en la garganta. Saben cuándo voy a fallar pero su mayor gusto es no verme caer, solo por la emoción del simulacro final, para verme en la escena de nuevo, alimentando miedos y emociones. Saben cuándo voy a volver, seguro como el retroceso de la pistola. Pero ya se equivocaron cuando no había historias en las que profanar finales, y más que profetas se creyeron Moiras y la verdad explotó con mecha mojada, dejando eco en pasillos y pasillos de posibilidades por probar. Si solo escucharan, si solo dejaran a la vida vivir sus personas, no sufrirían la desidia del cazador. Pondrían en un pedestal al ciego, al que empuja la piedra colina arriba. Aplaudirían a su público, desatarían todos los telones hilo a hilo. Revolverían las cartas para que todo volviera a ocurrir. Sospecharían de la propia felicidad, que es la única salida hasta la única cima.

Qué contarían los profetas si entendieran por fin la doble cara de los amaneceres. Que no se vende la obra sino el tiempo invertido, borrones de sentimientos, momentos de inspiración, imágenes de musas de subconsciente. No importa lo que hagas cuando manden las cartas marcadas, esta pelea solo es de tiempo y efecto. Podemos valorar las perspectivas, entenderlo a nuestra manera y salir sin condena, relativizar cada uno de los detalles, todas las mentiras, los sobornos, los sacrificios, los arrepentimientos, los turnos de guardia a medianoche, los autobuses a ninguna parte, las cúpulas doradas sin sibilas de barrio… resolver el futuro como si no hubiese presente, deshonrar el presente como si no hubiese pasado y probar una a una las promesas de los inmortales. O podemos llamar otra vez a los profetas y que nos cuenten cómo tiene que acabar la noche.

Fotografía: Juan José González

We Used To Wait

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El gimnasio a oscuras. Las cristaleras superiores empañadas contra el diciembre. Sigo cantando. La moraleja y la coartada siempre fueron lo mismo. Las excusas cruzando el río. Solía decírselo con canciones hasta que empezó a entenderlas. Solía sufrir sus penas hasta que empezó a sentirlas. Los santos errando la tierra, justo bajo este sol. Pero ningún Dios, ningún Dios sin nación.

Quién llama a través del cristal. Fundiéndose en botella. Pies descalzos sobre la madera. Dos pares sobre el puente. Su hierro torcido contra el tiempo podría ser cualquier lugar. Si quisiera ser con ganas seguro sería el Hacienda Motel. Aunque quedemos sin alma podríamos estar en cualquier parte. Podríamos ser cualquier cosa que no quisiéramos. Su cuerpo desnudo está sobre el tejado, entre esta inundación de conciencia. A mí me miraba la impaciencia de los siglos. Esta media luz tan falsa para mentir que solo necesito un gran foco sobre mi cara. Y un gran desierto. Sirenas en el vecindario. Largas barbas de milagros bajo el Atlántico. Si miro como si no oyera nada casi puedo sentir el drama. No tengo trabajo. Estoy bajo los neones. Yo no escribía para ella pero sin embargo todo lo escribía por ella. Chinaski da el pie. Nunca le escribí, lo sabes en las cartas que no mandé, en las vidas que no viví.

Se me va la fuerza por la imaginación. Pero recuerdo los escalones de instituto. Harlem. Huracán. Spanish Johnny. Chicago. Las canciones que nunca sonaron mientras hablabas. Toma tu tiempo, y el mío también. Sería tan bueno empeorarlo que esto es solo todo lo que puedo dar. Lo que no me sobra, lo que no me falta. Las largas horas cruzando el río ya me las devolverás, cuando el dique esté seco. Cuando el dique esté seco.

Foto: Mari Avilés López

Wooderson

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No importa donde me detenga, esta ciudad tiene sus torres. Escondiendo la mano de la piedra dice: búscalo en el continente. No importa donde me pierda, ella tiene una calle que no termina. Los falsos dioses en la orilla, el progreso en los cables del tendido, nunca sobre las vías. No importa lo que cante, la suerte no se enseña en los parques. Tu suerte es una sombra, el desierto un rayo.

Me sostengo sobre la colina y alcanzo a ver los focos de luz sobre los edificios de altas horas. Y puedes defenderlo de la noche pero la noche no te defenderá del día. Me sigues reventando, en cada persona con ojos y que mira directo a la espina. Para qué quiero el amanecer si no te defenderá del atardecer. La vida no es lo que ella es para ti. Parejas y empleados. Tu cuerpo tiene un solo sentido.

Esperaba que los árboles solo fuesen pintura en los edificios para poder soñar menos. Recordé la forma en la que vivimos y lo  contraproducente del mero hecho de que existamos en esta ciudad, sin ser la ciudad. Yo, todo lo que he aprendido no me convierte en profesor, y todos mis profesores, el mero hecho de tratar con ignorantes no los convierte en alumnos. En nuestra paliza de emociones, lo decadente y lo prometedor, somos esta ciudad. Casi compensa más ser todas sus taras y mirar a otro lado cuando caiga el invierno. Cuando caigan uno a uno sus milagros.

No importa donde me detenga, esta ciudad tiene sus muros. Aquí me veo mas alto que la torre de la iglesia y quizá son solo las luces, quizá es solo mi sombra y mi sombra soy yo solo sin tu suerte. Porque estas luces, solo puedo verlas bien a media distancia. Camino sobre estas ruedas como un niño buscando raíces. Miro tenue el roce de la historia, y dejo empañado el cielo. Estas luces, solo puedo verlas bien a media distancia…

Desde aquí a todo el mundo, la ciudad es más alta esta noche. Solo cogemos la autovía para atajar hasta el otro extremo.

Foto: Juan José González

Copacabana

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Los hoteles ardiendo a lo largo de la ribera, con los tubos de escape y los faros a media asta. La niebla calcinando los sueños del verano, como una palmera contra el viento en el cielo rosado. La lluvia de papel secundario y todas sus pretensiones. Como los magnates a la hora de la ginebra y el ron. Las freidoras a presión bajo las luces azuladas, un chulo muriendo en el aceite trasero del callejón. Rascacielos de madera en caminos hacia ninguna parte. A veces me gustaría mirarlo así, como si no mirara nada, como la gente normal. Imperio de seda, mis manos quedas, sonámbulos de papel. Cortinas guiñadas y el humo de un avión a ras del suelo —fuegos artificiales, si quiero verlo como la gente normal—. Los favores me ahogarán antes de que pueda vivir lo que prometen. Caigo. No nos besaremos en el paseo. Las palmeras arden como banderas, y parece que ha habido inundación en los clubes de la costa. Otoño.

Sunset Boulevard, tú en esa piscina, sábado madrugada, morir en un beso esa noche, las hojas sobre los hielos, cuarenta años antes del estallido, del muro de sonido, los ojos de Gloria recostados sobre la madera del paseo. Diez años para la fiesta, no habrá cámaras para el momento y eso lo hace eterno. Un siglo para el mentidero. Ojos verdes. No servirá el cine, no las faldas vueltas del revés. Nada de independencia, de relojes de oro sobre el marfil y el cuero, nada de Caribe en las alcantarillas, ni de susurros a la muerte. Ya solo gritos, nada de banderas de aire, nada de blanco y negro. Ya solo la violencia a pleno color sobre el blanco de la historia. Invierno.

Y sin embargo, nada derrumbará el imperio. El calor y la noche. Te recordaré en el cielo rosado, en los neones del Embassy, o en los de la morgue —todo me recuerda a ti—. Esta noche, como la primera, caminaré entre los tobillos de los gigantes, aquellos que todavía no han nacido porque no ven el dolor. Ni siquiera en la niebla. Me plantaré en la entrada principal y serán las puertas giratorias del gran hotel de la ribera las que separen este final y cima de la decadente historia. Envía a todos los matones de la costa. El fuego cruzado, los cristales para el desayuno, los cielos abiertos, las carreras por los jardines privados, las tablas destrozadas al nivel del mar, el horizonte desde las casas blancas de la ciudad vieja, los colores desvaídos de la ropa recién tendida, el fuego en línea directa hasta el sol. Mi piscina está vacía, porque no habrá fotos de ella. Mi sangre está limpia, porque no seré historia bajo los fuegos. Verano.

Foto: Mari Avilés López